El gobernante resistió el ataque hasta que ya no fue posible. El humo se elevaba desde uno de los torreones del palacio, las puertas habían sido avasalladas y sus fieles servidores, cortesanos y ministros estaban ahora en el suelo, vencidos. El gobernante miró desde la ventana cómo la gente corría tratando de huir de los soldados. Sintió el vacío tremendo del silencio esa mañana. Luego se sentó en su sillón y cuentan que se suicidó.
Los soldados entraron al palacio como si les hubiese pertenecido desde siempre. La sangre manchaba las escalinatas. Uno de los invasores se echó al bolsillo unas cucharillas de plata que estaban en una mesita de cedro. Otro cogió una copa de cristal tallado. Muchos recorrieron el palacio haciéndose con lo que podían. Uno de ellos tomó el papel y dejó allí sus huellas en sangre y hollín, mientras lo leía. El soldado pudo identificar ese papel que tenía ciento cincuenta y seis años porque conocía la historia de su país. Era el acta de independencia que, reverente, guardó entre sus ropas.
Fotografía tomada de la REVISTA ARCHIVOS DEL SUR