El no conocía
París, pero tenía en la universidad una amiga francesa que se ofreció a
enseñárselo. Lo llevaría hasta el último recodo, de orilla a orilla. La
condición: que se dejara seducir. Que no opusiera resistencia. Él asintió con
la cabeza y sonrió un instante. Apenas cerraron la puerta de la habitación del
hotel, ella corrió las cortinas, apagó la luz y lo hizo entrar en la cama.
Cinco días con sus noches estuvieron sus almas luchando cuerpo a cuerpo. Sólo
hicieron tregua para beber un poco de la luz que se colaba por las rendijas.
Cuando regresó a
su país y le preguntaron por plazas y museos, por calles y jardines, él que no
había pisado ni la acera contigua al edificio, se quedó maravillado cuando
empezó a responder con la minuciosidad de un relojero.
De la bitácora Máquina de coser palabras
Administra, Juan Yanes
ROGELIO GUEDEA página web, acá
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