Dispuesto a ahorcarme,
até unas tiras de sábana a los barrotes y anudé el otro extremo en torno a mi
cuello de convicto reincidente. “No servirá de nada”, dijo una voz. Había decidido
acabar con todo, soledad, goteo del tiempo, celdas de castigo, vueltas ciegas
al patio, relectura de cada libro de la biblioteca de la cárcel. “Le digo que
no servirá de nada”, resopló el ángel, “aún no ha llegado la hora de recoger el
conjunto de tus ruinas.” Su aspecto reglamentario, como bañado en talco, la
autoridad de aquel fanal luminoso en mitad de la noche, sugerían que podía no
ser parte de mi instante de locura. Lo dejé hablar. En un tono de superioridad
amistosa, me instruyó en el bien y el mal, aclaró que no esperaba recompensa
alguna por todos sus desvelos para conmigo y me reveló, incluso, la jerarquía
de la Organización (nueve órdenes de tres tríadas cada una: serafines,
querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles
y ángeles). Lo que me persuadió finalmente de no consumar el suicidio no fue,
sin embargo, su familiaridad con mis intimidades, con mi vida de crimen y
desórdenes, sino la visión de sus alas un poco maltrechas, desflecadas, y en su
cuerpo las cicatrices de antiguas luchas.
De la bitácora La oruga zul
ÁNGEL OLGOSO, página Wikipedia acá
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