No sabría decir con exactitud en qué momento nació en mí esta acuciante
necesidad de silencio. Lo más probable es que fuera surgiendo poco a poco, al
hilo de mi creciente afición por la lectura y alentada por la exigencia de
concentración que esta actividad conlleva. Quizá también influyera mi paulatino
desinterés por el conjunto de problemas que tanto parecen angustiar a los demás
y que en la mayor parte de los casos no pasan de simples inconvenientes sin apenas
trascendencia. Poco después vinieron las salidas al campo y el descubrimiento
de la inconmensurable belleza de los sonidos limpios, diáfanos,
resplandecientes, no adulterados por la presencia humana. Más tarde fui
adquiriendo conciencia de la necedad de la palabra hablada, del insoportable
susurro de los murmullos, los roces y los rumores, de la hecatombe de las
sillas arrastradas por el suelo, los motores agónicos de los coches o los
gritos desaforados de las celebraciones. Fue mi mujer la primera en alarmarse
ante mi creciente animadversión hacia toda aquella amalgama de sonidos
desacompasados y sucios, a la que siguió un progresivo alejamiento de mis
semejantes y el consiguiente aislamiento social. No le reprocho que al final
acabara por abandonarme, incapaz de obtener de mí una sola respuesta que diera
explicación a aquel abandono vital tan extremo, a aquella escandalosa dejación
de mis deberes comunitarios. Minutos antes de marcharse, pude ver dibujada en
sus ojos la estupefacción del que cree descubrir la locura y la sinrazón a un
palmo de su propia vida. Aunque nada comparable a la cara de estupor del
enfermero cuando vio la longitud de las agujas con que me había perforado los
tímpanos.
Enlace a la Página Web del escritor acá
Espléndido y luminoso relato, inmenso en su brevedad.
ResponderEliminarProfundo viaje interior hacia el silencio.
ResponderEliminarLos susurros de nuestros silencios...se hacen gritos en los otros...quienes no comprenden el lenguaje del vació.
ResponderEliminar